A veces, cuando el viento de Poniente sopla fuerte y barre las hojas caídas, se me mueven las tejas de mi azotea, se me filtra la humedad y me agujerea por dentro y me llega un sabor a piélago que permanece en el paladar durante varios días, como el amargo de la más horrible de las resacas.
A veces, cuando aprieta el Tramontana y a gritos susurra por las noches en la jamba de mis ventanas recuerdo que teníamos entre las manos un mundo pendiente de comernos, pero que paramos de un frenazo y nos bajamos de él sin dudar. Y yo habito en ese mundo, tú habitas también en él, pero no habitamos. Porque aquella Roma hacia la que llevaban todos tus vientos se acostumbró a mis tempestades. Y ese fue el fin.
A veces, cuando el Siroco arrecia y pone las banderolas en dirección opuesta a ti, en vez de apagarme se me aviva la llama. Pero entonces me bebo los vientos sin ti. Y sonrío. Y evoco las nuevas ilusiones del ahora con ese deseo desmedido que provocan en mi nueva piel. Y vuelve la calma y ya ni la brisa sopla por tu ausencia.
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