Me detuve y le pregunté a la diosa fortuna si estaba muy lejos la siguiente piedra. Me respondió que no había más piedras que con las que yo cargaba. Miré atrás y allí estaban todas, apiladas. Eran tantas. Y no había visto ninguna.
Seguí caminado, con tesón, con más fuerza, y vi una nueva piedra, grande, muy grande. No me paré. No traté de sortearla. Porque recordé lo que me dijo la diosa fortuna, que no eran más que mis ofuscaciones, tinieblas dentro de mi cabeza. Y entonces me volví a caer. Y volví a llorar.
¿Ahora me pregunto por qué sigo batallando? Ya no tengo nada que perder ni que ganar. Camino sin ser quien era. Diferente. No sé si para mejor o para peor. Sólo sé que sigo siendo, pero de otra forma.
Y sigo caminando, y sigo recopilando decepciones que ya no me caben en mis adentros, y que piden ayuda en forma de lágrimas, que son las esperanzas que me quedan. Chillan porque no hay nada más. Chillan porque quieren realizarse.
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