Hace unos días leí que las parejas que más posibilidades tienen de ser felices y comer perdices por siempre jamás son aquellas que tienen una diferencia de edad de cuatro años y cuatro meses. Tantos años que han pasado y ahora es cuando entiendo por qué mi relación de casi una década se nos fue al garete; la culpa la tuvieron los dos meses y un día que nos sobraban (dicho así parece una condena). Así que visto lo visto, y según esta fórmula matemática infalible, a partir de ahora no sólo tendré que encontrar a alguien con quien me parta de la risa, quiera que juguemos una partida de parchís los miércoles por la noche y me amanse en esos momentos de fierecilla que me dan, sino que además, debemos tener una diferencia de edad estadísticamente compatible, porque si las fechas no casan es tontería intentarlo un solo día, que no estamos para perder el tiempo. Uf! Esto se complica un poco.
Pero esto no lo ha debido de tener en cuenta una pareja a la que conocí hace algún tiempo y que me tiene loca. Os cuento: ella es una chica de treinta y pocos años, monísima de la muerte, estilosa y de éxito profesional; él tiene sesenta y algunos, buena percha y con planta de galán y de tener pasta. La primera vez que los vi, sin duda alguna pensé lo que todo el mundo pensaría, "ya está el viejales con la Barbie colgada del brazo, paseándola cual trofeo. Seguro que él tiene una buena billetera y ella le está sacando hasta para las bolitas de alcanfor del armario" (que le voy a hacer, soy un poco víbora a veces). Sin embargo, en cuanto empezamos a charlar, cuál fue mi sorpresa, que enseguida entendí que allí había algo más que intereses monetarios. Lo que más me llamó la atención es la forma que tienen de escucharse.
Poco a poco he ido conociendo su historia y es de todo menos fácil. Él ha dejado atrás un matrimonio de toda la vida, varios hijos y algunos nietos, además de toda su comodidad económica, porque según cuenta salió de su casa con una mano detrás y otra delante. No quería nada, sólo que lo dejasen irse tranquilo. Ella tiene a media familia de culo, incluida su madre, que es lo que más le duele. Pero se enamoraron y como bien dicen lo fácil hubiese sido hacer oídos sordos al corazón y seguir como si nada, para qué meterse en semejante jardín. Sin embargo, le echaron un par de pelotas, en el caso de él, llegando un día a su casa y diciendo lo que había, porque como bien me contó "yo no podía estar en mi casa con mi mujer y mis hijos y pensando en ella". Y ella le echó sus dos buenos ovarios y se plantó con un señor que le dobla la edad, pero al que se le nota que adora, además de pasárselo pipa con él, porque todo hay que decirlo, este buen hombre hace que se rían hasta las piedras.
Con el tiempo se han ido limando asperezas, empiezan a aceptar su situación de pareja, aunque todavía hay cosas que duelen. "Cuando yo voy a ver a mis nietos, me los bajan a la calle, porque si ella no puede subir a casa de mi hija yo tampoco lo hago, no es un trasto para dejarlo en un rincón". Ahora están buscando un bebé, "ella es joven y tiene derecho a ser madre y para mi será como añadirle vida a los años". Y saben que con su llegada, las familias se unirán. "Mi madre no lo dice a voz en grito, pero está ilusionada con la idea de tener un nieto", me cuenta ella, sabiendo que cuando tenga un pequeño retoño, a su madre se le pasará el berrinche.
Y es que desde que se cruzaron en mi camino me han reafirmado la idea que siempre había tenido de que la edad en las cosas del amor no tiene mucho que ver. Y si en un primer momento me afloran prejuicios son más fruto de las historietas de Pepito Grillo que veo en la televisión que por idealismo propio. Dos personas deben estar juntas cuando se complementan, rellenándose los huecos que como individuos tienen vacíos; se entienden y se escuchan, porque es importante lo que tienen que decirse y apoyarse; se admiran, y eso les hace estar orgullosos el uno del otro; se respetan, aunque no compartan los mismos gustos; se divierten juntos, porque con sentido del humor se soluciona cualquier cosa; se pelean, pero tienen la habilidad de no irse nunca de morros a la cama.
Y para conseguir vivir feliz cuando esto se encuentra (que visto lo visto es un milagro) lo único que hay que hacer es liarse la manta a la cabeza y pensar que todo el monte es orégano.
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